China
José
Donoso
Por
un lado el muro gris de la Universidad. Enfrente, la agitación maloliente de
las cocinerías alterna con la tranquilidad de las tiendas de libros de segunda
mano y con el bullicio de los establecimientos donde hombres sudorosos horman y
planchan, entre estallidos de vapor. Más allá, hacia el fin de la primera
cuadra, las casas retroceden y la acera se ensancha. Al caer la noche, es la
parte más agitada de la calle. Todo un mundo se arremolina en torno a los puestos
de fruta. Las naranjas de tez áspera y las verdes manzanas, pulidas y duras
como el esmalte, cambian de color bajo los letreros de neón, rojos y azules.
Abismos de oscuridad o de luz caen entre los rostros que se aglomeran alrededor
del charlatán vociferante, engalanado con una serpiente viva. En invierno,
raídas bufandas escarlatas embozan los rostros, revelando sólo el brillo torvo
o confiado, perspicaz o bovino, que en los ojos señala a cada ser distinto. Uno
que otro tranvía avanza por la angosta calzada, agitando todo con su
estruendosa senectud mecánica. En un balcón de segundo piso aparece una mujer
gruesa envuelta en un batón listado. Sopla sobre un brasero, y las chispas
vuelan como la cola de un cometa. Por unos instantes, el rostro de la mujer es
claro y caliente y absorto.
Como
todas las calles, ésta también es pública. Para mí, sin embargo, no siempre lo
fue. Por largos años mantuve el convencimiento de que yo era el único ser
extraño que tenía derecho a aventurarse entre sus luces y sus sombras.
Cuando
pequeño, vivía yo en una calle cercana, pero de muy distinto sello. Allí los
tilos, los faroles dobles, de forma caprichosa, la calzada poco concurrida y
las fachadas serias hablaban de un mundo enteramente distinto. Una tarde, sin
embargo, acompañé a mi madre a la otra calle. Se trataba de encontrar unos
cubiertos. Sospechábamos que una empleada los había sustraído, para llevarlos
luego a cierta casa de empeños allí situada. Era invierno y había llovido. Al
fondo de las bocacalles se divisaban restos de luz acuosa, y sobre los techos
cerníanse aún las nubes en vagos manchones parduscos. La calzada estaba húmeda,
y las cabelleras de las mujeres se apegaban, lacias, a sus mejillas. Oscurecía.
Al
entrar por la calle, un tranvía vino sobre nosotros con estrépito. Busqué
refugio cerca de mi madre, junto a una vitrina llena de hojas de música. En una
de ellas, dentro de un óvalo, una muchachita rubia sonreía. Le pedí a mi madre
que me comprara esa hoja, pero no prestó atención y seguimos camino. Yo llevaba
los ojos muy abiertos. Hubiera querido no solamente mirar todos los rostros que
pasaban junto a mí, sino tocarlos, olerlos, tan maravillosamente distintos me
parecían. Muchas personas llevaban paquetes, bolsas, canastos y toda suerte de
objetos seductores y misteriosos. En la aglomeración, un obrero cargado de un
colchón desarregló el sombrero de mi madre. Ella rió, diciendo:
-¡Por
Dios, esto es como en la China!
Seguimos
calle abajo. Era difícil eludir los charcos en la acera resquebrajada. Al pasar
frente a una cocinería, descubrí que su olor mezclado al olor del impermeable
de mi madre era grato. Se me antojaba poseer cuanto mostraban las vitrinas.
Ella se horrorizaba, pues decía que todo era ordinario o de segunda mano.
Cientos de floreros de vidrio empavonado, con medallones de banderas y flores.
Alcancías de yeso en forma de gato, pintadas de magenta y plata. Frascos de
bolitas multicolores. Sartas de tarjetas postales y trompos. Pero sobre todo me
sedujo una tienda tranquila y limpia, sobre cuya puerta se leía en un cartel:
"Zurcidor Japonés".
No
recuerdo lo que sucedió con el asunto de los cubiertos. Pero el hecho es que
esta calle quedó marcada en mi memoria como algo fascinante, distinto. Era la
libertad, la aventura. Lejos de ella, mi vida se desarrollaba simple en el
orden de sus horas. El "Zurcidor Japonés", por mucho que yo deseara,
jamás remendaría mis ropas. Lo harían pequeñas monjitas almidonadas de ágiles
dedos. En casa, por las tardes, me desesperaba pensando en "China",
nombre con que bauticé esa calle. Existía, claro está, otra China. La de las
ilustraciones de los cuentos de Calleja, la de las aventuras de Pinocho. Pero
ahora esa China no era importante.
Un
domingo por la mañana tuve un disgusto con mi madre. A manera de venganza fui
al escritorio y estudié largamente un plano de la ciudad que colgaba de la
muralla. Después del almuerzo mis padres habían salido, y las empleadas tomaban
el sol primaveral en el último patio. Propuse a Fernando, mi hermano menor:
-¿Vamos
a "China"?
Sus
ojos brillaron. Creyó que íbamos a jugar, como tantas veces, a hacer viajes en
la escalera de tijeras tendida bajo el naranjo, o quizás a disfrazarnos de
orientales.
-Como
salieron -dijo-, podemos robarnos cosas del cajón de mamá.
-No,
tonto -susurré-, esta vez vamos a IR a "China".
Fernando
vestía mameluco azulino y sandalias blancas. Lo tomé cuidadosamente de la mano
y nos dirigimos a la calle con que yo soñaba. Caminamos al sol. Íbamos a
"China", había que mostrarle el mundo, pero sobre todo era necesario
cuidar de los niños pequeños. A medida que nos acercamos, mi corazón latió más
aprisa. Reflexionaba que afortunadamente era domingo por la tarde. Había poco tránsito,
y no se corría peligro al cruzar de una acera a otra.
Por
fin alcanzamos la primera cuadra de mi calle.
-Aquí
es -dije, y sentí que mi hermano se apretaba a mi cuerpo.
Lo
primero que me extrañó fue no ver letreros luminosos, ni azules, ni rojos, ni
verdes. Había imaginado que en esta calle mágica era siempre de noche. Al
continuar, observé que todas las tiendas habían cerrado. Ni tranvías amarillos
corrían. Una terrible desolación me fue invadiendo. El sol era tibio, tiñendo
casas y calle de un suave color de miel. Todo era claro. Circulaba muy poca
gente, éstas a paso lento y con las manos vacías, igual que nosotros.
Fernando
preguntó:
-¿Y
por qué es "China" aquí?
Me
sentí perdido. De pronto, no supe cómo contentarlo. Vi decaer mi prestigio ante
él, y sin una inmediata ocurrencia genial, mi hermano jamás volvería a creer en
mí.
-Vamos
al "Zurcidor Japonés" -dije-. Ahí sí que es "China".
Tenía
pocas esperanzas de que esto lo convenciera. Pero Fernando, quien comenzaba a
leer, sin duda lograría deletrear el gran cartel desteñido que colgaba sobre la
tienda. Quizás esto aumentara su fe. Desde la acera de enfrente, deletreó con
perfección. Dije entonces:
-Ves,
tonto, tú no creías.
-Pero
es feo -respondió con un mohín.
Las
lágrimas estaban a punto de llenar mis ojos, si no sucedía algo importante,
rápida, inmediatamente. ¿Pero qué podía suceder? En la calle casi desierta,
hasta las tiendas habían tendido párpados sobre sus vitrinas. Hacia un calor
lento y agradable.
-No
seas tonto. Atravesemos para que veas -lo animé, más por ganar tiempo que por
otra razón. En esos instantes odiaba a mi hermano, pues el fracaso total era
cosa de segundos.
Permanecimos
detenidos ante la cortina metálica del "Zurcidor Japonés". Como la melena
de Lucrecia, la nueva empleada del comedor, la cortina era una dura perfección
de ondas. Había una portezuela en ella, y pensé que quizás ésta interesara a mi
hermano. Sólo atiné a decirle:
-Mira...
-y hacer que la tocara.
Se
sintió un ruido en el interior. Atemorizados, nos quitamos de enfrente,
observando cómo la portezuela se abría. Salió un hombre pequeño y enjuto,
amarillo, de ojos tirantes, que luego echó cerrojo a la puerta. Nos quedamos
apretujados junto a un farol, mirándole fijamente el rostro. Pasó a lo largo y
nos sonrió. Lo seguimos con la vista hasta que dobló por la calle próxima.
Enmudecimos.
Sólo cuando pasó un vendedor de algodón de dulces salimos de nuestro ensueño.
Yo, que tenía un peso, y además estaba sintiendo gran afecto hacia mi hermano
por haber logrado lucirme ante él, compré dos porciones y le ofrecí la
maravillosa sustancia rosada. Ensimismado, me agradeció con la cabeza y
volvimos a casa lentamente. Nadie había notado nuestra ausencia. Al llegar
Fernando tomó el volumen de "Pinocho en la China" y se puso a
deletrear cuidadosamente.
Los
años pasaron. "China" fue durante largo tiempo como el forro de color
brillante en un abrigo oscuro. Solía volver con la imaginación. Pero poco a
poco comencé a olvidar, a sentir temor sin razones, temor de fracasar allí en
alguna forma. Más tarde, cuando el mundo de Pinocho dejó de interesarme,
nuestro profesor de box nos llevaba a un teatro en el interior de la calle:
debíamos aprender a golpearnos no sólo con dureza, sino con técnica. Era la
edad de los pantalones largos recién estrenados y de los primeros cigarrillos.
Pero esta parte de la calle no era "China". Además, "China"
estaba casi olvidada. Ahora era mucho más importante consultar en el
"Diccionario Enciclopédico" de papá las palabras que en el colegio
los grandes murmuraban entre risas.
Más
tarde ingresé a la Universidad. Compré gafas de marco oscuro.
En
esta época, cuando comprendí que no cuidarse mayormente del largo del cabello
era signo de categoría, solía volver a esa calle. Pero ya no era mi calle. Ya
no era "China", aunque nada en ella había cambiado. Iba a las tiendas
de libros viejos, en busca de volúmenes que prestigiaran mi biblioteca y mi
intelecto. No veía caer la tarde sobre los montones de fruta en los kioscos, y las
vitrinas, con sus emperifollados maniquíes de cera, bien podían no haber
existido. Me interesaban sólo los polvorientos estantes llenos de libros. O la
silueta famosa de algún hombre de letras que hurgaba entre ellos, silencioso y
privado. "China" había desaparecido. No recuerdo haber mirado, ni una
sola vez en toda esta época, el letrero del "Zurcidor Japonés".
Más
tarde salí del país por varios años. Un día, a mi vuelta, pregunté a mi
hermano, quien era a la sazón estudiante en la Universidad, dónde se podía
adquirir un libro que me interesaba muy particularmente, y que no hallaba en
parte alguna. Sonriendo, Fernando me respondió:
-En
"China"...
Y
yo no comprendí.
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